miércoles, 17 de diciembre de 2014

SUCEDÍA POR NAVIDAD




Por extraño que hoy parezca, hubo un tiempo en que se cursaba una asignatura llamada Lenguaje, y en el que los maestros tenían la potestad de poner a los alumnos ceros como plazas de toros. En aquel tiempo los profesores podían suspender a un alumno sin miedo a sufrir la interposición de una querella criminal por parte de los padres y a verse encausados en unas diligencias previas en averiguación de un supuesto delito de coacciones.

En aquel tiempo –insisto- los padres tenían la costumbre de delegar en los maestros la educación de sus hijos, convencidos de que quién mejor que ellos para conseguir desasnar a sus cachorros, teniendo en cuenta que pasaban con los muchachos más horas que ellos mismos. Tal vez esa fuera la razón por la cual, si un niño o una niña eran castigados por el maestro o la maestra, el castigo se prolongaba en casa por tiempo indefinido, cuya duración final estaba en función del grado de cabreo del progenitor que, a su vez, era directamente proporcional a la gamberrada cometida por el tierno infante. Es lo que hoy día denominan los cursis “criterio de graduación de las sanciones”.  

Pues bien: en aquel entonces yo era niño, y todos los años nos mandaban hacer en el colegio una redacción sobre la Navidad. Antes de que sonara el timbre que indicaba el inicio de las vacaciones guardábamos en nuestras carteras la responsabilidad de escribir qué suponía para nosotros esta época del año, so pena, en caso de no hacerlo, de comenzar el nuevo trimestre con un cero en Lenguaje.

Para mí, lo primero que suponía la Navidad era desoír el consejo de no dejar la redacción para el último día. Llegaba a casa, saludaba a mi madre, soltaba la cartera repleta de libros en medio de mi cuarto, recogía mi bocadillo de pan con chocolate y me tumbaba en la alfombra del salón a ver la tele, cuyo volumen tenía que estar bajito porque, de lo contrario, molestaría a mi padre, afanado en resolver el crucigrama del diario “Ya” antes de que comenzara “el parte de las nueve".

Todo aquél que no comprenda que la vida durante las vacaciones era incompatible con escribir la famosa redacción debería ser condenado a presidio sin posibilidad alguna de amnistía. Entre que nos levantábamos tarde, desayunábamos, veíamos la tele, salíamos a jugar, nos llevaban a ver las luces de la Plaza Mayor y poníamos de los nervios a nuestros padres tocando todos los adornos navideños de “Siro Gay”, de “La Feria” y de “Almacenes Colón”, el día estaba prácticamente terminado.  Y cada vez que mi madre me preguntaba cuándo pensaba escribir la redacción mi respuesta era siempre la misma: “el último día, mamá; Ten en cuenta que hasta el final de las vacaciones no puedo saber exactamente qué tal ha sido la Navidad, y mi madre no sabía si echarse a reír o tirarme con la zapatilla.

En cualquier caso, las horas discurrían de forma apacible. Solía acompañar a mi madre a la compra abrigado con gorro y bufanda. Conseguí no sin muchos esfuerzos que la obligación de ponerme guantes se convirtiera en una opción, cesión que mi hacedora tuvo a bien realizar influida sin duda por el lamentable estado en que llegaban a casa todos los pares de guantes que yo tenía después de haber jugado con el hielo de la fuente de la Plaza de Onésimo Redondo, llamada hoy “de la Libertad”. Aquellos gorros, bufandas y guantes me acompañaron hasta que, habiendo cumplido once años, tuve la extraña sensación de que ya no debía llevarlos más, no al menos delante de otros chicos y chicas de mi edad. De hecho no fue esa la única extraña sensación que comencé a experimentar a esa edad en la que un pavo me rondaba, y no era precisamente el que sirve de comida el día de Navidad.

A partir de ese instante seguí yendo a hacer la compra, pero me gustaba más hacerlo solo. Acudía en especial al supermercado Díaz, que para mí era el mejor del mundo porque, además de disponer de todo lo que pudiéramos necesitar en casa, me atendía Montse, una dependienta que fue capaz de adornar durante un tiempo mis sueños más emotivos. Además, el hecho de ir solo a la compra me permitía contarle a mi madre cómo habían subido los precios de un día para otro y, de paso, quedarme algunas monedas del cambio. Ella se lo creía, yo me quedaba un dinerito, y todos contentos.

Época de comidas y cenas en familia, de risas de niños, de cacharros llenando cocinas, de uvas atragantando campanadas, de Reyes Magos de balones, de chucherías, de discos de vinilo o de “una bici para los tres”. Y justo el último día de vacaciones, metido ya en la cama, recordaba que tenía que hacer una redacción para llevar al colegio, y en la que escribía, sin entender cuánta verdad había en ellas, palabras como “jugar”, “amigos”, “fiesta”, o “alegría”.


Navidad de niños, no sé si blanca, pero sí pura. Navidad llena de recuerdos a los que me aferro para no olvidar nunca lo que en verdad significa y merece.