LA OTRA ORILLA
Tenías razón: existen lugares
donde los mayores sonríen y juegan felices los niños. Desde este sitio puedo
verlos a todos: unos pasean despacio, otros caminan deprisa, cada cual a su
ritmo. Veo padres y madres cuidando a sus hijos, y chavales jugando al balón o
comiendo un bocadillo. Y cuando cae la tarde y llega el frío todos regresan tranquilos,
sabiendo que sus mochilas sólo guardan ropas o libros.
Recuerdo que me lo contabas cuando
era chiquito. Echado a mi lado susurrabas que muchos, antes que nosotros, ya lo
habían conseguido, que vencieron al mar que ahogaba sus sueños, que encontraron
trabajo y compraban comida y vestido. Con sólo pensarlo te emocionabas, y ofreciste
cambiar nuestro destino.
A fuego lento grabamos tus palabras,
y mi corazón las alentaba con cada latido. Te preguntaba de noche qué
significaban, y tú respondías siempre lo mismo: “Busco lo mejor para todos”. Después
besabas mi frente, y yo me quedaba dormido.
Nunca olvidaré el día en que marchamos.
Cuando hablaban los soldados salimos sin ser vistos. Las ruinas y la noche nos
ocultaron, y al amanecer alcanzamos aquel grupo de amigos. Sin apenas descanso,
de nuevo el camino y el pesado recuerdo de cuchillos y fusiles, de cuerpos
muertos o heridos.
Dormía sobre tus hombros cuando
alcanzamos el objetivo. Me despertaste, y un inmenso azul intenso inundó mis ojos
de niño. Salté de tus brazos, corrí hacia él, y bañé en sus aguas mi cuerpo dolorido.
Y mecido al vaivén de las olas recordé tus palabras: detrás el dolor, enfrente el
destino.
De nuevo tu voz que me llama: “Ya
embarcamos, ven conmigo”. Me acerqué y me secaste. Yo no hacía más que hablar, tú
mirabas complacido. Y entre aquellas olas mágicas y tus besos de cariño, un
polo rojo, un vaquero azul y unas zapatillas me dieron abrigo. “Estás muy
guapo”, dijiste. “En la otra orilla serás como los demás niños”.
A medianoche se oyeron los
crujidos. Caímos muchos al agua, y mis manos soltaron las tuyas entre llantos, miedo,
golpes y alaridos. Esta vez fueron las olas las que jugaron conmigo, y te oí
gritar mi nombre mientras el mar me acunaba hasta quedarme dormido.
SHUKRAN YAZILAN, BABA. Muchas gracias, papá: por
darme esperanza, por poder conocer la orilla donde sonríen los mayores y juegan
felices los niños.
A Abdullah Kurdi, padre de Aylan. A los millones de refugiados que en el mundo son y han sido. Por que no se arrepientan de haber soñado, pues tuvo sentido. Y, si la han perdido, por que recuperen la esperanza que un día transmitieron a sus seres queridos; que ella les sostenga cada vez que se sientan rendidos. Y por que no les olvidemos nunca, pues su dolor y nuestra desidia nacen del olvido